“Como el Padre me envió a mí, yo también os envío a vosotros” (Jn 20,21)
Con ocasión del Jubileo del 2000, el Venerable Juan Pablo II, al inicio de un nuevo milenio de la era cristiana, reafirmó con fuerza la necesidad de renovar el empeño de llevar a todos el anuncio del Evangelio con “el mismo entusiasmo de los cristianos de los primeros tiempos” (Carta ap. Novo millennio ineunte, 58). Es el servicio más precioso que la Iglesia puede hacer a la humanidad y a cada persona que busca las razones profundas para vivir en plenitud su propia existencia. Por ello, esta misma invitación resuena cada año en la celebración de la Jornada Misionera Mundial. El incesante anuncio del Evangelio, de hecho, vivifica también a la Iglesia, su fervor, su espíritu apostólico, renueva sus métodos pastorales para que sean cada vez más apropiados a las nuevas situaciones – también las que requieren una nueva evangelización – y animados por el empuje misionero: “, la misión renueva la Iglesia, refuerza la fe y la identidad cristiana, da nuevo entusiasmo y nuevas motivaciones. ¡La fe se fortalece dándola! La nueva evangelización de los pueblos cristianos hallará inspiración y apoyo en el compromiso por la misión universal” (Juan Pablo II, Enc.Redemptoris missio, 2).
Id y anunciad
Este objetivo es continuamente reavivado por la celebración de la liturgia, especialmente de la Eucaristía, que se concluye siempre recordando el mandato de Jesús resucitado a los Apóstoles: “Id…” (Mt 28,19). La liturgia es siempre una llamada ‘desde el mundo’ y un nuevo envío ‘al mundo’ para dar testimonio de lo que se ha experimentado: el poder salvífico de la Palabra de Dios, el poder salvífico del Misterio Pascual de Cristo. Todos aquellos que se han encontrado con el Señor resucitado han sentido la necesidad de anunciarlo a otros, como hicieron los dos discípulos de Emaús. Ellos, tras haber reconocido al Señor al partir el pan, “En ese mismo momento, se pusieron en camino y regresaron a Jerusalén. Allí encontraron reunidos a los Once” y refirieron lo que había sucedido durante el camino (Lc 24,33-34). El Papa Juan Pablo II exhortaba a estar “vigilantes y preparados para reconocer su rostro y correr hacia nuestros hermanos, para llevarles el gran anuncio: ¡Hemos visto al Señor!” (Carta ap. Novo millennio ineunte, 59).
A todos
Destinatarios del anuncio del Evangelio son todos los pueblos. La Iglesia “es misionera por su naturaleza, puesto que toma su origen de la misión del Hijo y del Espíritu Santo, según el designio de Dios Padre” (Conc. Ecum. Vat. II, Decr.Ad gentes, 2). Esta es “la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda. Ella existe para evangelizar” (Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi, 14). En consecuencia, no puede nunca cerrarse en sí misma. Se arraiga en determinados lugares para ir más allá. Su acción, en adhesión a la palabra de Cristo y bajo la influencia de su gracia y de su caridad, se hace plena y actualmente presente a todos los hombres y a todos los pueblos para conducirlos a la fe en Cristo (cfr Ad gentes, 5).
Esta tarea no ha perdido su urgencia. Al contrario, “la misión de Cristo Redentor, confiada a la Iglesia, está aún lejos de cumplirse… una mirada global a la humanidad demuestra que esta misión se halla todavía en los comienzos y que debemos comprometernos con todas nuestras energías en su servicio” (Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 1). No podemos quedarnos tranquilos ante el pensamiento de que, después de dos mil años, aún hay pueblos que no conocen a Cristo y no han escuchado aún su Mensaje de salvación.
No solo; se alarga la multitud de aquellos que, aún habiendo recibido el anuncio del Evangelio, lo han olvidado y abandonado, no reconociéndose ya en la Iglesia; y muchos ambientes, también en sociedades tradicionalmente cristianas, son hoy refractarias a abrirse a la palabra de la fe. Está en marcha un cambio cultural, alimentado también por la globalización, por movimientos de pensamiento y por el relativismo imperante, un cambio que lleva a una mentalidad y a un estilo de vida que prescinden del Mensaje evangélico, como si Dios no existiese, y que exaltan la búsqueda del bienestar, de la ganancia fácil, de la carrera y del éxito como objetivo de la vida, incluso a costa de los valores morales.
Corresponsabilidad de todos
La misión universal implica a todos, todo y siempre. El Evangelio no es un bien exclusivo de quien lo ha recibido, sino que es un don que compartir, una buena noticia que comunicar. Y este don-compromiso está confiado no sólo a algunos, sino a todos los bautizados, los cuales son “raza elegida … una nación santa, un pueblo adquirido por Dios” (1Pe 2,9), para que proclame sus obras maravillosas.
En ello están implicadas también todas las actividades. La atención y la cooperación en la obra evangelizadora de la Iglesia en el mundo no pueden limitarse a algunos momentos y ocasiones particulares, y tampoco pueden ser consideradas como una de las muchas actividades pastorales: la dimensión misionera de la Iglesia es esencial, y por tanto debe tenerse siempre presente. Es importante que tanto cada bautizado como las comunidades eclesiales estén interesados no sólo de modo esporádico e irregular en la misión, sino de modo constante, como forma de la vida cristiana. La misma Jornada Misionera no es un momento aislado en el curso del año, sino que es una preciosa ocasión para pararse a reflexionar si y cómo respondemos a la vocación misionera; una respuesta esencial para la vida de la Iglesia.
Evangelización global
La evangelización es un proceso complejo y comprende varios elementos. Entre estos, una atención peculiar por parte de la animación misionera, se ha dado siempre a la solidaridad. Este es también uno de los objetivos de la Jornada Misionera Mundial, que a través de las Obras Misioneras Pontificias, solicita ayuda para el desarrollo de las tareas de evangelización en los territorios de misión. Se trata de apoyar a instituciones necesarias para establecer y consolidar a la Iglesia mediante los catequistas, los seminarios, los sacerdotes; y también de dar la propia contribución a la mejora de las condiciones de vida de las personas en países en los cuales son más graves los fenómenos de pobreza, malnutrición sobre todo infantil, enfermedades, carencia de servicios sanitarios y para la educación. También esto cae dentro de la misión de la Iglesia. Anunciando el Evangelio, esta se toma en serio la vida humana en sentido pleno. No es aceptable, reafirmaba el Siervo de Dios Pablo VI, que en la evangelización se descuiden los temas que se refieren a la promoción humana, la justicia, la liberación de toda forma de opresión, obviamente en el respeto de la autonomía de la esfera política. Desinteresarse de los problemas temporales de la humanidad significaría “ignorar la doctrina del Evangelio acerca del amor hacia el prójimo que sufre o padece necesidad” (Exhort. ap. Evangelii nuntiandi, 31.34); no estaría en sintonía con el comportamiento de Jesús, el cual “recorría todas las ciudades y los pueblos, enseñando en las sinagogas, proclamando la Buena Noticia del Reino y curando todas las enfermedades y dolencias” (Mt 9,35).
Así, a través de la participación corresponsable en la misión de la Iglesia, el cristiano se convierte en constructor de la comunión, de la paz, de la solidaridad que Cristo nos ha dado, y colabora en la realización del plan salvífico de Dios para toda la humanidad. Los retos que esta encuentra, llaman a los cristianos a caminar junto con los demás, y la misión es parte integrante de este camino con todos. En ella llevamos, aunque en vasijas de barro, nuestra vocación cristiana, el tesoro inestimable del Evangelio, el testimonio vivo de Jesús muerto y resucitado, encontrado y creído en la Iglesia.
Que la Jornada Misionera reavive en cada uno el deseo y la alegría de “ir” al encuentro de la humanidad llevando a todos a Cristo. En su nombre os imparto de corazón la Bendición Apostólica, en particular a cuantos más se fatigan y sufren por el Evangelio.
En el Vaticano, 6 de enero de 2011, Solemnidad de la Epifanía del Señor
BENEDICTUS PP. XVI
[Traducción del original italiano por Inma Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]